LA MALDICIÓN DE TUTANKAMÓN QUE PERSIGUIÓ AL DESCUBRIDOR DE SU TUMBA HASTA LA MUERTE
Cuando halló la bóveda del faraón egipcio, el arqueólogo Howard Carter creyó haber alcanzado la gloria, pero una serie de muertes inexplicables entre sus amigos y colaboradores dio lugar a una leyenda –cuya invención se atribuye a Sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes- que lo atormentó durante el resto de su vida
Hacía años que Howard Carter vivía casi en soledad cuando murió plácidamente el 2 de marzo de 1939, a la edad de 64 años, en su departamento de la calle Albert Court 40 de Londres, muy cerca del Royal Albert Hall. En los últimos tiempos se había aislado del mundo y solo recibía a unos pocos amigos íntimos, con quienes, en ocasiones, hablaba de la única gran alegría y de las dos grandes tristezas que tenía en su vida.
Se sentía orgulloso de tener un lugar prominente en la historia de la arqueología moderna con su descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón, pero le dolía que los sucesivos gobiernos británicos jamás hubieran reconocido sus méritos y, más que nada, que su nombre quedara asociado para siempre a lo que consideraba una estúpida superstición: la maldición que todos asociaban con esa tumba, la única del antiguo Egipto encontrada intacta por un arqueólogo.
“Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de esas estúpidas ideas”, decía cuando le preguntaban sobre el asunto. “Los antiguos egipcios, en lugar de maldecir a quienes se ocupasen de ellos, pedían que se los bendijera y dirigiesen al muerto deseos piadosos y benévolos… Estas historias de maldiciones, son una degeneración actualizada de las trasnochadas leyendas de fantasmas. El investigador se dispone a su trabajo con todo respeto y con una seriedad profesional sagrada, pero libre de ese temor misterioso, tan grato al supersticioso espíritu de la multitud ansiosa de sensaciones”, explicaba con cierta irritación.
Y remataba: “Si esa maldición existiera, yo habría sido la primera víctima. Sin embargo, estoy aquí”.
En esas algunas de esas ocasiones incluso daba rienda suelta a su enojo y maldecía –valga la paradoja– a Sir Arthur Conan Doyle. Porque para Howard Carter, el creador de Sherlock Holmes, ese detective que resolvía sus casos con las armas de la racionalidad y el pensamiento analítico, era el principal responsable de que el mundo creyera semejantes estupideces sobre la supuesta maldición que había desatado su descubrimiento.
El descubrimiento
Howard Carter llevaba dos años de trabajo en el Valle de los Reyes cuando el 4 de noviembre de 1922 descubrió el primer indicio de la existencia de una tumba. Sabía que estaba en el lugar indicado, pero el descubrimiento se debió a una casualidad. Uno de los aguateros del equipo tropezó con una piedra que resultó ser el comienzo de una escalinata descendente.
Carter y sus colaboradores excavaron siguiendo los escalones hasta que, ese mismo día, se toparon con la puerta de barro que tenía sellos de escritura jeroglífica. Era la entrada a una tumba.
Al arqueólogo le costó mucho contener sus ganas de abrir la puerta y seguir adelante, pero su expedición tenía un financista, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto conde de Carnarvon, que lo venía bancando con sus fondos desde hacía años y se iba a molestar mucho si no estaba presente cuando se abriera la tumba. Así que Carter ordenó rellenar nuevamente la escalera y le mandó un telegrama a su mecenas.
Lord Carnavon llegó desde Londres, acompañado por su hija Evelyn, el 23 de noviembre. Durante esos días de espera, Carter no se movió del campamento por temor a que la tumba sufriera un saqueo en su ausencia.
Al día siguiente excavaron la escalera y Carter le mostró a su mecenas la inscripción de la puerta: se trataba de la tumba de Tutankamón, un muerto a los 18 años, históricamente intrascendente, pero hijo de Akenathon, el hombre que había intentado instaurar el monoteísmo en el Egipto del Siglo XIV antes de Cristo.
El 26 de noviembre, Carter, Carnavon, Evelyn y el ayudante del arqueólogo, Arthur Callender, miraron el interior a través de una pequeña abertura que hicieron en la esquina superior izquierda de la piedra. El primero en hacerlo fue Carter, iluminando con una vela.
-¿Puede ver algo? – le preguntó Lord Carnavon.
-¡Sí, puedo ver cosas maravillosas! – respondió el arqueólogo.
El sarcófago de Tutankamón
Una tumba intacta
La abrieron al día siguiente, porque no podían hacerlo sin la presencia de un inspector del gobierno egipcio. Lo que vieron al explorarla los maravilló: había cofres, tronos, altares y divanes, hasta sumar cerca de cinco mil objetos.
Encontraron también otra puerta sellada, flanqueada por dos estatuas de Tutankamón, que llevaba a la cámara del sarcófago. Todo estaba intacto, salvo por las consecuencias del paso del tiempo. En miles de años nadie había entrado a esa tumba.
Carter tenía una tarea enorme por delante y no podía hacerla solo. Pidió ayuda a otro arqueólogo Albert Lythgoe, del Metropolitan Museum de Nueva York, que trabajaba en una excavación de las cercanías, y éste prestó a parte de su equipo, incluyendo a Arthur Mace y el fotógrafo Harry Burton, mientras que el gobierno egipcio envió al químico analítico Alfred Lucas para que se sumara.
Por su parte, Lord Carnavon le vendió la exclusiva, con fotografías incluidas, a The Times. Quería recuperar parte de su inversión.
Víctimas de la “maldición”
Cuando negoció con el diario más importante de Londres, a Lord Carnavon le quedaban apenas cuatro meses de vida aunque, por supuesto, no lo sabía, como tampoco podía imaginar que su muerte sería la primera de una cadena que daría lugar a los rumores sobre “la maldición de la tumba de Tutankamón”.
Todo empezó en marzo de 1923, cuando lo picó un mosquito y Carnavon se cortó la picadura mientras se afeitaba con su navaja. El corte le causó una infección que derivó en una septicemia. Murió a causa de la infección, agravada por una neumonía, el 5 de abril. Hay una versión incomprobable que sostiene que en el momento de su muerte se produjo un apagón en el Cairo que dejó a oscuras durante unos minutos a toda la ciudad. También se llegó a decir que al examinar en detalle la momia del faraón se encontró que tenía la marca de una picadura de mosquito en el mismo lugar que había sido picado Lord Carnavon.
A la muerte del mecenas de Carter se sucedieron otras.
Su medio hermano, Aubrey Herbert, que había presenciado la apertura de la cámara donde se encontraba el sarcófago, murió poco después que Lord Carnavon. Era hombre de salud frágil, pero la coincidencia llamó la atención.
La momia de Tukantamón, exhibida en 2019 (REUTERS/Mohamed Abd El Ghany)
Arthur Mace, que se había sumado al equipo luego del descubrimiento, murió en El Cairo sin que los médicos pudieran explicar la causa. [Sir Douglas Reid, encargado de radiografiar la momia de Tutankamón, se enfermó en Egipto, lo que lo obligó a volver a Suiza, donde murió dos meses después. Alby Lythgoe, el arqueólogo del Metropolitan Museum de Nueva York que cedió a parte de su equipo a Carter, perdió la vida a causa de un infarto en 1934.
George Jay Gould, un arqueólogo invitado por Carter a visitar la tumba, empezó a sufrir accesos de fiebre muy elevada pocos días de su regreso de Egipto y falleció. El secretario de Carter, Richard Bethell, murió de un ataque cardíaco en Egipto pocos meses después del descubrimiento de la tumba y su padre se suicidó la recibir la noticia.
La “maldición” incluso se cobró una víctima que nunca había estado siquiera cerca de la momia. En uno de sus viajes a Londres, Carter le regaló a su amigo Sir Bruce Ingram varios objetos procedentes de la tumba. Pocos días después, su casa se incendió.
El “maldito” Conan Doyle
Es posible que ese encadenamiento de muertes hubiese pasado casi inadvertido si alguien no hubiera establecido la conexión y escrito un artículo sobre ella.
Howard Carter siempre sostuvo que el culpable de inventar la leyenda de la maldición de la tumba de Tutankamón fue Sir Arthur Conan Doyle, por entonces en el pináculo de la fama por el éxito editorial de los relatos protagonizados por Sherlock Holmes.
En su vida privada, Conan Doyle era todo lo opuesto al detective de su creación, tan racional y analítico. Desde la muerte de su hijo durante la Primera Guerra Mundial, se había inclinado hacia el espiritismo, en cuyas sesiones trataba de contactarse con su vástago perdido.
Desde esa perspectiva, publicó un artículo en el que explicaba la serie de muertes como una maldición que perseguía a quienes habían molestado en su descanso eterno al espíritu del faraón. A los pocos días, todo Londres hablaba de “la maldición de Tutankamón”.
La novelista británica Marie Corelli se sumó al asunto, pero descartó la teoría espiritista de Conan Doyle por otra supuestamente científica pero que no negaba la maldición. En una carta que escribió escribió a al periódico New York World aseguró que conocía ciertos textos antiguos que hablaban de venenos depositados en las tumbas egipcias para aniquilar a quienes las profanaran.
Howard Carter murió a los 64 años. Siempre pensó que no se lo reconoció lo suficiente y que, en cambio, se le dió trascendencia a la maldición
La ciencia y el cine
El transcurso de los años no disipó la leyenda, aunque se la abordó desde distintas perspectivas. Hubo quienes intentaron buscar una explicación científica que explicar por lo menos algunas de las muertes, las de quienes habían entrado a la tumba.
En un artículo aparecido en 1998 en la revista Canadian Medical Association Journal, el investigador francés Sylvain Gandon sostuvo las esporas de un hongo que dormían en el sepulcro del faraón como las causantes de las infecciones que mataron a algunos de los participantes del descubrimiento. “La misteriosa muerte de Lord Carnarvon y de algunos miembros de su equipo después de entrar en la tumba del faraón egipcio Tutankamón podría ser potencialmente explicada por una infección con un patógeno de vida muy larga y muy virulento”, escribió. Casi ningún colega se hizo eco de su teoría.
La industria del cine, por su parte, aprovechó la leyenda casi desde el principio, aunque con versiones totalmente libres. La primera película que la abordó fue La momia, de 1932, dirigida por Karl Freund, con Boris Karloff, Zita Johann, David Manners y Edward Van Sloan.
A partir de allí se sucedieron muchas más: desde La momia, de Terence Fisher en 1959 y El manto de la momia, de John Gilling en 1967, hasta La maldición de Tutankamón, de Phillip Leacock en 1980 o La maldición de la tumba de Tutankamón, de Russell Mulcahy en 2006.
Fue precisamente durante el rodaje de la película de Leacock que la “maldición” volvió a encarnarse en una desgracia. Poco después de empezar el rodaje, uno de los actores principales, Ian MCShane, sufrió un accidente automovilístico que casi le cuesta la vida. Sobrevivió con varias fracturas pero hubo que reemplazarlo y filmar todas sus escenas nuevamente con otro actor.
La noticia del accidente hizo que la leyenda de la maldición de Tutankamón fuera retomada por los medios.
De ser cierta la expresión, el pobre Howard Carter se debe haber revuelto en su tumba.